“Voy a escribir porque no puedo evitarlo”. La mayor de las hermanas Brönte, Charlotte, escribía. Fue la responsable de Jane Eyre. Sus otras dos hermanas, Anne y Emily también escribían. Agnes Grey y Cumbres borrascosas‘, respectivamente, son los otros dos afamados títulos que vanaglorian al trío familiar. Pero cuando escribieron estas obras no eran Charlotte, ni Anne, ni Emily Brönte. O sí, lo eran, pero nadie lo sabía porque el mérito se destinó a Currer , Acton y Ellis Bell, los seudónimos que las hermanas escogieron para, no vender más libros, sino, simplemente, para poder vender. Porque si no, ese mérito, probablemente nunca habría llegado. Porque si no, ese mérito, probablemente jamás las habría designado como las conocemos hoy.
Precisamente fue a Charlotte a quien el poeta Robert Southey , tras recibir los poemas de la joven en unas hojas manuscritas -que se publicaría años más tarde en Jane Eyre– le dijo: “La literatura no puede ser asunto de la vida de una mujer, y no debería ser así”.
La historia de las hermanas Brönte es la historia de una gran cantidad de mujeres a las que se les censuró la identidad. Cuentos de encantamiento, Gaviotas, Clemencia o La familia de Alvareda los escribió Cecilia Böhl de Faber y Ruiz de Larrea firmando como Fernán Caballero. En la literatura española probablemente éste sea el caso más reconocido. Era folclorista, sus textos eran costumbristas, con carácter tradicionalista y, aunque ella era suiza, Sevilla fue su cuna de inspiración. En una sociedad en la que su género suponía una lacra para dedicarse a la actividad literaria, ya desde sus primeras obras firmó bajo este seudónimo, que adoptó del municipio español de Ciudad Real.
Cada uno en este mundo tiene su ventanita, los unos grandes, los otros chica.”, Cecilia Böhl de Faber y Ruiz de Larrea.
Arrebatado su nombre por el director de la publicación del Diario Universal, que decidió cambiárselo, Carmen de Burgos firmó su primer texto en este diario bajo el seudónimo de Colombine. Era fue transgresora, fue la primera mujer también en firmar en este diario y aprovechó la ocasión para filtrar en sus escritos pequeñas lecciones feministas, una tendencia muy rupturista para su época. Tanto fue el compromiso de esta escritora con la condición de la mujer que ya en 1904 se atrevió a realizar encuestas entre los lectores acerca del divorcio. Una voz y creación periodística que la llevó a sumar a esta experiencia nombres de muchas otras editoriales a sus espaldas: El Globo, La Correspondencia de España, El Heraldo de Madrid y ABC. Su éxito no dejaba de aumentar, pero tras la Guerra Civil la censura atacó con dureza a la literatura y al periodismo y su nombre, junto al de otros autores, fue añadido a una lista negra que vetó su obra, La mujer moderna y sus derechos. A pesar de esta tentativa de retirada, Carmen de Burgos es considerada una de las primeras mujeres en ser corresponsal de guerra de España.
Ocuparse de la educación de la mujer es ocuparse de la regeneración y progreso de la humanidad”, Carmen de Burgos.
De autoría femenina fueron también las obras de Víctor Catalá. Caterina Albert era la mujer que se escondía tras ellas. Publicó poesía y cuentos, pero son sus narrativas las que más llegaron al corazón de muchos de sus lectores. De temática fatalista, Caterina Albert tenía predilección por tratar el mundo rural, por desengranarlo y teñir con el aire modernista en el que se encajó, sus historias. En ellas relató tramas sobre la supervivencia y la lucha del individuo en su día a día, el análisis psicológico de cada uno de sus personajes. Fue y será una de las más recordadas de la época.
“No quiero que me secuestren el pensamiento
dentro de hechos o fórmulas pactadas”, Caterina Albert.
Una mujer desafiante del SXIX fue también Amantine Dupin. Ella vestía con ropa masculina, fumaba en público y no ocultaba sus aventuras amorosas, sino que más bien, las hacía públicas (“mi profesión es ser libre”). Rompía cualquier molde estereotipado de la época, pero no se libró en cambio de ceder la autoría de sus obras a su nombre ficticio, George Sand, del que, dicen, haberse inspirado en Jules Sandeau, pues con él escribió su primera y afamada novela, Rosa y Blanco. Tan revolucionario fue su estilo que vida, que su atípica manera de vestir le posibilitó entrar en lugares a los que no habría accedido jamás por seguir los patrones y códigos sociales considerados como femeninos. Usó nombre y ropa masculina y la empleó como arma: quiso, siempre, visualizar a la mujer como un ser capaz de acumular logros y subir peldaños. En un mundo que no hacía hueco y escuchaba a las mujeres, Amantine se usó como performance para dar la vuelta a la situación y ver que, detrás de esa figura masculina que ella había construido, se encontraba una mujer.
Puedes imponerme el silencio, pero no puedes evitar que piense”, Amantine Dupin.
Las mujeres en la literatura han estado vetadas durante décadas. Desde las mujeres de la Generación del 27 (silenciadas) o María Léjarra (que firmó todos sus libros con el nombre de su marido), pasando por Colette (algunas de sus obras estuvieron firmadas por el que era su marido, Gauthier) hasta otros ejemplos más contemporáneos, como J.K.Rowling -que escribió La llamada del cuco bajo el nombre de Robert Galbraith-, así lo demuestran. Aunque la reconocida autora de Harry Potter confesó cambiarse el nombre para “desconectar de ella misma”, otras como la polémica Laura Albert (conocida como LeRoy), también ocultaron su identidad.
Si la literatura nunca estuvo exenta de discriminaciones, las expresiones artísticas tampoco. Walter Keane arrebató el nombre a la autora de las obras que él firmaba, Margaret Kane. Robert Capa era Gerda Taro y otras artistas, como Camille Claudel, dicen, que se encontraban tras la autoría de muchas de las esculturas que dieron fama a su marido, Rodin.
“En la mayor parte de la historia, Anónimo era una mujer”, dijo, acertadamente, Virginia Woolf.