Emily Dickinson o el amor por la soledad.

Emily Dickinson

 

Emily Dickinson o el amor por la soledad.

Emily Dickison pasó los últimos veinte años de su vida aislada en su habitación. Siempre vestía de blanco y pidió ser enterrada con fragancia de vainilla. Para Dickinson, que permaneció en su casa hasta su muerte en 1886, el mundo de los pensamientos, las ideas y el lenguaje – de la conciencia misma – era donde se sentía más viva.

Podría estar más sola que mi soledad

Emily Dickinson

Mi primer nombre favorito fue Emily. Ya no recuerdo dónde lo escuché por primera vez, probablemente en alguna película de fin de semana y sobremesa, pero lo escribía compulsivamente en mi primer diario, bauticé así a mi compañera invisible y practicaba caligrafía en libretas alargando la última y griega. Me negaba a aceptar que era el igual a “Emilia” en castellano. Entonces me sonaba a una pariente lejana muy entrada en edad. No podían ser el mismo, el origen no podía discutirlo, pero jamás asumiría que compartían alma.

Por ese entonces no había oído hablar de la poesía de Emily Dickinson (1830-1886) – y digo su poesía porque primero llegaron sus palabras y luego ella: la chica agorafóbica y enigmática de Massachusets que escribía compulsivamente desde su casa del pequeño pueblo de Arhmests y arrancaba flores de su jardín para estudiar sus huesos y descubrir su espíritu. En clases de literatura, navegamos por su obra por encima, pero jamás se mencionó su perpetuo encierro voluntario, su críptica personalidad y las eternas contradicciones en torno a su figura que entorpecen a expertos hasta día de hoy el análisis de sus versos. Incluso ahora, cuando intentamos hablar de historia bajo una perspectiva de género, el legado de Dickinson no suele estar en el club de favoritas donde suelen compartir podio otras veteranas como Sylvia Plath o Virginia Woolf. P

uede que  no haga falta reivindicarla porque ya se la ha recordado demasiado. O quizás su obra, descrita erróneamente durante años como delicada, las rimas de sus letras, o el lirismo romántico no acompañen estos tiempos, a pesar de romper con una sintaxis innovadora e incomprensible para el siglo XIX . Hace un par de años la editorial Libros el Zorro Rojo reedito sus cartas al mundo, una correspondencia a nadie. “Esta es mi carta al mundo, que nunca me escribió”, pero Dickinson nunca quiso tener respuesta. Asumía que el allá afuera,  no tenía las que ella buscaba.

Para Emily Dickinson renunciar a la soledad conducía a un camino que rechazaba: una expresión de la femineidad del siglo XIX  en la que no creía: el matrimonio, la maternidad, o quizás incluso la fama fugaz como poetisa sentimental.

Emily Dickinson

Perdida en sus ensoñaciones pero encontrada en sus textos, no había nada de puertas a fuera que valiera más que su onírica imaginación. Es difícil no caer bajo su embrujo, no hay nada más fascinante que alguien que renuncia a la sociedad en pro de sí misma. Que no necesita la afirmación de nadie para crear y creer. Dickinson vivía, pero no de una forma resignada. Se la puede  acusar de excéntrica o excesiva, pero no de sometida. Salir de la soledad conducía al mismo camino: un callejón sin salida o tal vez hacia una expresión de la femineidad del siglo XIX  en la que no creía: el matrimonio, la maternidad, o quizás incluso la fama fugaz como poetisa sentimental.

Tiene respuestas para entender qué es encontrarse sola pero no para remediarlo porque rechaza escuchar otras voces. La L de loneliness  siempre la escribe en mayúsculas, como un nombre propio universal. Describe una “clausura iluminadora” y a su aislamiento como el “Hacedor del alma“. Así, estar sola no significa hueco. Significa que lo tiene todo. Un cuarto con cerrojo no fue el capricho excéntrico de una, sino una única apuesta urgente por la supervivencia de su talento.

Hay una soledad del mar,
una soledad del espacio,
una soledad de la muerte.
Y no obstante parecen compañía
comparadas con esa más profunda
—intimidad polar,
Infinitud infinita:
La del alma consigo

Emily Dickinson

Estar más sola sin la soledad

Sólo podemos elucubrar mientras interpretamos lo que nos queda de ella sobre si Dickinson le aterraba el exterior o es que no le interesaba. También rechazaba  que el mundo la descubriera a ella y dejaba sus poemas sin firmar. Escribía desatadamente, más de 300 poemas al año, sólo 6 publicados en vida y la mitad de estos sin firma. Su legado, un  total de 1775 descubiertos póstumamente. Su poesía  se encontraba tan cercana a su alma, a su esencia despojada, que mostrala al mundo era como lanzarse desnuda a los leones. Eso, o la valoraba tanto que sentía que nadie era lo suficiente digno para leerla. “No deis las perlas a los cerdos” recuerda en uno de sus poemas este versículo.  Sí sabemos cómo le obsesionaba la pureza, el blanco pulcro con el que decidió vestir en exclusiva, la anatomía de las flores y la ambigüedad sensual. No descuadraría en su retrato que publicar sus versos, fuera una forma de degradar el arte.

En el poema There is a Solitude of Space describe el exterior como  un consuelo para aquellos que necesitan a otros para prosperar y lo condena. Es en la interacción individual donde puede encontrar el significado de la vida y la “infinidad infinita”. Que soportaba a la vez un verdadero dolor físico y angustia es evidente, pero identificó el sufrimiento como un componente del crecimiento artístico.  Quizás cuando Emily Dickinson escribió que “El amor es inmortalidad” desde su habitación en el segundo piso de la casa familiar de Armhest, no hablaba de ninguna clase de amor romántico, sino de esa fuente ilimitada que le proporcionaba el estar sola – con ella -. Para Dickinson, que permaneció en su casa hasta su muerte en 1886, el mundo de los pensamientos, las ideas y el lenguaje – de la conciencia misma – era donde se sentía más viva.

 


 

Por | Raquel Bada

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Raquel Bada
Con libros cerca del mar. Directora de Bamba Editorial.