La mística de la femiminidad o el mal sin nombre

la mistica de la feminidad

La mística de la feminidad o el mal sin nombre: Una reflexión en torno a la obra clave de Betty Friedan.

 

“La señora Dalloway decidió que ella misma compraba flores”. Con estas palabras la escritora británica Virginia Woolf decidió comenzar La señora Dalloway, una de sus más importantes novelas. En ella su protagonista, Clarissa Dalloway, decide iniciar los preparativos para una fiesta. Un episodio de jolgorio excepcional si tenemos en cuenta el marco cronológico en el que su autora decide presentarnos la trama: pleno periodo de entreguerras, con el trauma tatuado en el rostro de los soldados y su paulatino regreso a un hogar que, o bien les resultará extraño, o bien un objetivo exageradamente idealizado. Esa reconfortante morada en la que les estarían esperando sus seres queridos, incluyendo a esa mujer con la que se carteaban desde la trincheras para, esta vez sí, retomar el tiempo perdido y pretender una vida cómoda y sencilla. Lejos del mal, del ruido, de los cuerpos en descomposición, bajo los brazos de aquellas esposas-madres que la nación, en una problemática retórica patriarcal, necesitaba para acunar a los supervivientes.

Treinta y ocho años después de que Woolf revolucionase la literatura con aquella historia sobre el derrumbe de la estructura social de principios de siglo XX, la escritora estadounidense Betty Friedan publica La mística de la feminidad. Un extenso y arduo trabajo de investigación en el que expuso, sin tapujos, las implicaciones y consecuencias del rol femenino que se impuso en la sociedad norteamericana en los años posteriores al fin de la Segunda Guerra Mundial. Texto que, además de otorgarle el preciado Premio Pulitzer, constituyó uno de los libros capitales para entender, no solo parte del argumentario del que se nutrió el feminismo de segunda generación, también el contexto histórico que, de alguna manera, impulsó su escritura y posterior publicación.

Hija de un joyero y de una editora, Betty Friedan nace a principios de la década de los 20. Criada en la cultura de la sumisión y la renuncia – su propia madre abandonó su empleo en un periódico para ocuparse de su cuidado – y tras graduarse con excelentes calificaciones en psicología por la Universidad de Berkeley, se casa con Carl Friedan. Durante los veintidós años que duró su matrimonio, Betty observaba cómo su tiempo mermaba, como su actividad profesional decrecía en favor de los cuidados de la casa y de sus dos hijos. Hasta que consiguió divorciarse de Carl en 1969, su vida estuvo marcada por esa desequilibrada balanza entre la crianza y la imposibilidad de desarrollar un trabajo activamente. Fue entonces cuando, una vez alejada de las palizas de su exmarido, el encuentro fortuito con una antigua compañera del Smith College prendió la mecha. Un incendio que se traduciría en la escritura de La mística de la feminidad y en el desarrollo intelectual entorno al gran tabú al que ella se atrevió a poner nombre y apellidos.

Treinta y ocho años después de que Woolf revolucionase la literatura con aquella historia sobre el derrumbe de la estructura social de principios de siglo XX, la escritora estadounidense Betty Friedan publica La mística de la feminidad.

Dicho ensayo arranca precisamente con aquello que su autora definió como el malestar que no tiene nombre. Un concepto ambiguo al que Friedan dotó de toda una problemática económico-social que se cebó especialmente con las mujeres de principios de los años 50 y mediados de los 60. Todo ello amparado por el paraguas de un capitalismo de postguerra, de tintes machistas, y que en pleno inicio de la Guerra Fría, vivió un especial recrudecimiento.

Para Friedan ese “mal sin nombre” no es otro que el descontento generalizado de la mujer ante la imposibilidad de poder ejercer un trabajo o emprender una carrera profesional en base a la formación recibida por culpa de un conservadurismo que anteponía el matrimonio, el trabajo doméstico y la crianza antes que cualquier posibilidad de emancipación laboral. Por supuesto, al contrario que la otra gran pensadora feminista coetánea a su tiempo Simone de Beauvoir – cuya posición sobre estos temas era mucho más radical en comparación – Friedan defendía la compatibilidad, no la renuncia. En otras palabras, el hecho de poder ejercer la maternidad y una vida en pareja sin que ello significarse dejar de lado sus aspiraciones laborales o intelectuales. Algo que el propio contexto del American Way of Life y el regreso de las mujeres al hogar como consecuencia del fin de la Segunda Guerra Mundial – años en los que éstas ocuparon los puestos que los hombres habían dejado vacantes para marchar al frente – no ayudaban mucho.

Para desarrollar su argumentación, Friedan, reunió toda clase de razonamientos que respaldasen tanto su teoría como las posibles soluciones a dicho malestar. A partir de los estudios previos que ella misma realizó en el Smith College – donde estudió la propia Freidan – a los que sometió a sus antiguas compañeras de clase, la escritora comprobó el enorme grado de insatisfacción en el que éstas estaban sumidas. Tras ser rechazado dicho estudio preliminar por varias revistas femeninas, Friedan decidió profundizar más y entrevistó a más de ochenta mujeres de diferente condición (estudiantes, amas de casa, madres jóvenes, mujeres alrededor de los cuarenta años, etc…). Esta vez el resultado fue enormemente esclarecedor, hasta el punto de que pudo comprobar, a través de aquellos testimonios, como la edad de acceso al matrimonio decrecía y, como consecuencia de ello, la natalidad en el país subía escandalosamente. Todo ello a la vez que aumentaba una enorme sensación de frustración en las mujeres – con estudios superiores – que derivaba, mayoritariamente, en problemas de salud mental, alcoholismo, abuso de ansiolíticos y otro tipo de adicciones. No obstante, dicha insatisfacción contrastaba con el conservador mensaje que la sociedad estadounidense imponía y amplificaba usando toda su artillería pesada. Y ahí Hollywood y el Doctor Spook tuvieron mucha culpa.

La mística femenina ha logrado enterrar vivas a millones de mujeres estadounidenses.

BETTY FRIEDAN

 

Además de recurrir a la opinión de expertos psicoanalistas, sociólogos, médicos, antropólogos, psiquiatras y expertos en la psicología femenina; Friedan quiso hacer hincapié en el importante papel que tuvo la cultura popular estadounidense en la difusión de estos valores tradicionales a los que la autora identificaba directamente con la “mística de la feminidad” a la que hace referencia el título. En un ejercicio de comparación, Friedan expone las diferencias entre las revistas editadas en los años 30 y las de los años 50 en lo que a la visión de la mujer se refiere. Mientras en las primeras se publicaban historias en las que aparecían retratadas heroínas seguras e independientes; en las segundas éstas daban consejos para ser buenas madres, esposas, amas de casa y cocineras. No hay más que echar un vistazo a las portadas de la famosa revista Ladies Home Journal para comprobar el significativo cambio en la línea editorial, pasando de mujeres aventureras que pilotan hidroaviones a mujeres con la extraordinaria habilidad de envolver bocadillos en tiempo récord. Todo ello aderezado con los artículos del doctor Benjamín Spook – famoso pediatra norteamericano, máquina de escribir best-sellers y militante del partido republicano – en los que llegaba a aconsejar no salir de casa a las mujeres que padecían “insatisfacción crónica” a la vez que condenaba el aborto o la homosexualidad. Por supuesto, la industria del cine también fue objeto de analisis por parte de Friedan al percatarse de la existencia de un grupo de actrices que llegaron a encarnar a la perfección dicha “mística”. Sandra Dee o Doris Day – esta última apodada como “la virgen profesional” – fueron las encargadas de encarnar el papel de madre-esposa a la perfección.

Tras ser rechazado dicho estudio preliminar por varias revistas femeninas, Friedan decidió profundizar más y entrevistó a más de ochenta mujeres de diferente condición (estudiantes, amas de casa, madres jóvenes, mujeres alrededor de los cuarenta años, etc…). Esta vez el resultado fue enormemente esclarecedor.

Otras como Jayne Mansfield o Marylin Monroe se convirtieron en ideales físicos de mujer. Modelos sexualizados perfectamente compatibles con las políticas continuistas en materia de igualdad. Por si fuera poco, tal y como señala Friedan, la publicidad también se aprovechó de la situación para popularizar toda clase de electrodomésticos que, supuestamente, hacían la vida más fácil a las mujeres. En conclusión, todo un coctel bien mezclado y servido para el sometimiento de la mujer.

Como cabía de esperar, La mística de la feminidad se convirtió en uno de los libros capitales de un nuevo feminismo que comenzaba a dar sus primeros pasos en la década de los 60. Y aunque a día de hoy la mayoría de sus tesis han quedado superadas o desfasadas – como su clasismo y falta de interseccionalidad a la hora de abordar única y exclusivamente los problemas de las mujeres blancas heterosexuales de clase media-alta – lo cierto es que a día de hoy muchas mujeres aún son presas de una “mística” ahora llamada presión social y familiar que todavía pervive en muchos entornos. Por no hablar de ese miedo a quedar devoradas, el caso de querer ser madres, por una retórica patriarcal donde la corresponsabilidad sea nula, las jornadas completas se conviertan en parciales o la posibilidad de quedarte embarazada suponga motivo de despido o descarte en cualquier entrevista de trabajo. En palabras de la poeta Sylvia Plath, otra ilustre alumna del Smith College: “Lo último que queria era seguridad infinita y ser el lugar del que parte una flecha. Quería cambio y emociones y salir disparada en todas direcciones, como las flechas de colores de un cohete el 4 de julio.”

 

Por |Andrea Moliner 

Arte|  Nikoleta Sekulovik