Diana Vreeland o cómo reinventar el rol de editora de moda. 

Diana Vreeland Diana Vreeland

 

Con motivo de la inminente tercera edición D.V., las memorias de Vreeland editadas en castellano de la mano de Superflua, repasamos la fascinante y atípica figura de la directora de Vogue y editora de moda de Harper’s Bazaar en los sesenta; el retrato de una mujer hecha a sí misma que (re)inventó el trabajo de editora de moda y preservó su relevancia hasta la actualidad.

Diana Vreeland (París, 1903-Nueva York,1989) vivió algunos de los acontecimientos más relevantes del pasado siglo: el París de la Belle Époque, el Nueva York en los años veinte y en los setenta, o Londres de los Swinging Sixties, además de hechos históricos que, en muchas ocasiones, ocurrieron frente a sus propios ojos como la abdicación del duque de Windsor, el auge del nazismo, el mandato de los Kennedy, el fin de la monarquía en España (antes de la Segunda República) o el primer vuelo transatlántico del mundo. Aunque, en comparación, los hitos estilísticos que ayudó a popularizar fueron casi de igual o mayor relevancia para el mundo contemporáneo de la sociedad, la cultura y la moda: desde el bikini al vaquero, pasando por Balenciaga, Twiggy o Man Ray.

“Solo hay una buena vida y esa es la vida que quieres y que haces que pase por ti misma”. Si hay algo que caracteriza a Diana es su forma de reinventarse a sí misma; nunca estudió -en su época rara vez  lo hacía una mujer- pero sí recibió una educación artística, y pasó su infancia entre libros. “Para mí, los libros que he leído han sido una revelación; han influido en mi vida más que cualquier otra cosa”, recuerda Vreeland en un momento de sus memorias, D.V. (que ya han agotado su segunda edición en castellano).

Diana Vreeland, Editorial Sueprflua
Diana Vreeland, Editorial Sueperflua

“No había nadie en el mundo, exceptuando a Tolstoy, que fuese capaz de reproducir con exactitud lo que Natasha llevaba puesto en Guerra y Paz”, recuerdan en Vogue acerca de su prolífico mundo interior y conocimiento de la indumentaria. Consciente de que la cultura nos define más que los orígenes -o “la tierra” como solía decir ella, “¿qué sería de la moda sin la literatura?”- y con cierta personalidad nómada, a Diana Vreeland no había demasiadas cosas que se le dieran bien de pequeña, hasta que topó con la danza. Acababa de mudarse con su familia de Paris a Long Island, apenas hablaba inglés y tampoco encajaba en un mundo donde no pertenecería aun. Sin embargo la danza se convirtió en su primer refugio, a medio camino entre lo de teatral y la moda, además de en su primera inspiración artística y vital.

Diana Vreeland, entre la fantasía y la revolución

Diana se casó con 18 años y su primer trabajo fue en una tienda de lencería en Londres. Posteriormente, tras trasladarse con su familia a Nueva York, trabajó como la primera editora de moda (tal y como conocemos este rol ahora) en Harper’s Bazaar -puesto que ocupó durante 25 años- y, posteriormente -en 1963- pasó a ser directora de Vogue. Tan solo la transformación que llevó a cabo desde esta última simboliza la esencia de la vanguardia que se estaba fraguando como parte de la revolución cultural en ese momento; música, moda, arte, cine… Todo estaba en su mejor momento y, con Vreeland, serían los “años dorados” (como muchos acuñarían más tarde) de la publicación. “Era una revista, nueva, joven y con ideas emocionantes, donde las modelos tenían personalidad y la moda era para todas las mujeres”, dice la autora y docente Sonia Prate, en una reseña sobre el documental The Eye Has To Travel. O cómo definió el fotógrafo Richard Avedon: “Vreeland inventó la editora de moda. Antes eran señoras de sociedad que les ponían sombreros a otras como ellas”.

Vreeland era una pionera en un mundo vibrante y esperanzador para la mujer, la moda y la creación, donde las ideas se valoraban por sí solas. Las suyas, se celebraban desde las páginas de Harper’s Bazaar y las fiestas de Nueva York, un ecosistema con una retroalimentación continua que también gozó de momentos de fama gracias a Vreeland. En la ciudad que nunca duerme, Diana se democratizó -“entre el esnobismo de la alta sociedad y el slang de la calle”, como describe en un momento el documental, “a veces hay que usar lo ordinario como contrapunto”- y terminó abrazando la anarquía de la fiesta y siendo parte la vibrante vida cultural de la ciudad en ese momento. Aunque, en cierto modo, se dedicó a la moda por casualidad, fue su estilo el que la delató para el trabajo. “Quería ir donde estaba la acción”, recuerda en el documental. De hecho, fue la misma Carmel Snow quien la propuesto ser su editora de moda tras conocerla en una fiesta a pesar de no tener experiencia revelante, “solo por lo que llevaba puesto -un vestido de encaje blanco de Chanel con un bolero y unas rosas en el pelo-“, recuerda en un capítulo de D.V.

La voz de Diana ha sido definida -aunque nunca emulada- durante mucho tiempo, parametrizada bajo las coordenadas de mujer fuerte, elocuente y muy exagerada. No en vano D.V se abre con una cena donde Jack Nicholson no puede apenas aguantar el dolor de la lumbalgia que padece, hecho que la narradora no solo soluciona con solvencia y gracia, sino que termina narrando como un solo alto en el camino en una gran noche de fiesta. Atípica, y a veces controvertid,  pero siempre adelantada a su tiempo, bajo su liderazgo abolió los almuerzo de trabajo para optar por una jornada más ligera con el tiempo justo para poder comer – en su caso, en su despacho con un escueto menú formado por el mismo sandwich a diario y una copa de whisky. Tampoco era devota de madrugar y rara vez se vestía antes del mediodía.

Diana Vreeland: atípica, inusual y directora de Vogue.

“Vivía por las ideas nuevas y para obtener nuevas experiencias”, dice Prate. Su punto de vista, que se convirtió no solo en relevante sino esencial, para la moda y belleza del momento, rompió con esquemas como “la igual la nariz o el complejo que tengas, siempre y cuando lo lleves con estilo”, diría en su libro. Ella misma creció sintiéndose el patito feo, emulada en belleza y simpatía por su hermana, y bajo la complicada relación con su madre.

Dicen que no somos nuestras circunstancias sino lo que hacemos de ellas, y Diana no solo no se dejaba amedrentar por estas sino que sacaba todo el provecho posible de cada contexto.

Quizá por eso -y con la ventaja de casada con un intelectual con el que podía compartir uno de sus grandes hobbies: viajar- la editora condensó toda esa flema en una columna que pasaría a la historia, aun re-editada por esta cabecera como un signo de su identidad en la actualidad: Why Don’t You (¿Por qué no…?) fue una suerte de manual de acción para la mujer moderna y cosmopolita, donde Vreeland hablaba de excentricidades como usar champán como champú; practicidades a la hora de vestir, como tener dos pares de zapatos iguales pero ponerle una suela de goma a un par para no tener que dejarlos de usar cuando llueva; o consejos vitales, como empapelar las paredes para que no creciesen con un punto de vista provinciano. La columna fue popular aunque, en ocasiones, criticada por su carácter frívolo. En una ocasión, su directora (Carmel Snow) la defendió de una parodia que S.J.Perelman había publicado en The New Yorker sobre una de sus columnas. “¡Por el amor de Dios!”, dijo como respuesta, “en esa época estaba en la treintena y no podía sentirme más halagada!”.

Diana Vreeland
Diana Vreland

“No deberíamos darle a la gente lo que quieren, sino lo que aun no saben que quieren”, comentó en más de una ocasión, con una mente más propia de una empresaria del mundo de la publicidad que de una editora. Diana aborrecía lo popular, en el sentido más posmoderno de su definición. “En moda uno debe estar un paso por delante del público”, decía. “Esto nunca fue más cierto que en los 70… A veces daba un paso muy largo y fracasaba”. Si bien la editora no tenía control total sobre las portadas o podía traspasar la línea editorial de ciertos contenidos, sentó las bases de el nuevo periodismo y el youthquake (término que acuñó ella misma) desde sus páginas. “En una ocasión, en los 60, publiqué una imagen que entonces no podía pasar por las oficinas de correos de algunos Estados. Eso ya era algo”, explica Vreeland. “Era una imagen de la primera colección de pantalones de Courrèges; un top, el vientre descubierto y mostrando el ombligo. Llovieron las cartas”. Más tarde, cuando la dirección del grupo editorial le pudiera explicaciones, ella se escudaría en su labor periodística, más aun de comentarista de estilo. “Reconozco una noticia cuando la veo”, les respondió. “¿De qué estamos hablando, de complacer a la burguesía de Dakota del Norte? ¡Hablamos de moda, no sea carca!

También en el 66 creó el lema de “Hazlo por ti mismo”, mucho antes de que esta moda fuese un eslogan en sí misma. “Lo que las revistas proporcionaban era un punto de vista”, diría en D.V. de forma retrospectiva. “Mucha gente no tiene perspectiva, necesita que se la den y, es más: es lo que esperan de ti.” Así, empleó a Gianni Penati (el fotógrafo italiano) quien retrató a Twiggy o, entre muchas otras, a Cher. Con esta última, Vreeland -quien la descubrió en un viaje a la costa marroquí- mantuvo una relación laboral de por vida, como recuerda en D.V (“esta chica es un sueño, ¡habladme de ella”) y a pesar de que, por aquel entonces y para su sorpresa, en Vogue nadie la conociese aun. Fue todo un proceso de sourcing que dio lugar al panorama de actualidad en los 70, sentando las bases para lo que conocemos hoy (“al igual que las maniquíes se convertían en celebridades, las celebridades se convertían en maniquíes”), con casos estelares que cambiaron el mundo del estilo y la belleza, como el caso Barbra Streisand. “Fue idea mía usarla como maniquí. Su éxito se produjo de la noche a la mañana”, recuerda Vreeland en un capítulo del ejemplar.

Para ella, la moda era la personificación del mundo que le rodeaba; el propulsor de los recuerdos y la anfetamina de las memorias futuras. “Siempre tengo que pensar en lo que visto”, relata en un momento del libro cuando recuerda las bailarinas de Chanel que vestía el último día antes de abandonar París por la guerra. “Hoy pensé en esas bailarinas y lo recuerdo todo”.

Por ejemplo, su famoso salón rojo -sentía predilección por este color y su fuerza- era, para su universo social, lo que a la Factory de Warhol sería a la música y el arte. La gente iba a admirarlo, pero sobre todo a pasar un rato con ella; a tomar un té o acabar cenando ostras y uvas, como cuenta ella misma sobre (quien le traía flores a juego con el tono de la particular estancia).

“Diana solo ha influido en el mundo de la moda es trivializar su trabajo. Ella ha retransmitido su tiempo de una forma inteligente y divertida. Ha vivido toda una vida”, dijo en una ocasión Jackie Onassis recordando su figura.

Un año después de ser despedida de Vogue en el 71 -con 70 años-, empezó a colaborar con el Met’s Costume, devolviendo la relevancia mediática a este lugar y sentando las bases de lo que sería (durante muchos años) la institución más importante del mundo en materia de moda. Aquí, volvió a hacer lo que mejor se le daba: hacer que la ropa cobrase vida y significado; en este caso, con una serie de exposiciones sobre las colecciones históricas del museo que consagraron estos archivos, así como la visión de Vreeland, inspirada en las películas o en la danza (que tanto le instruyó y le enseñó a soñar) a la hora de crear los escenarios de las muestras.

“Diana ha sido mucho más que ‘la emperatriz de la moda’ -como en ocasiones se la recuerda-; utilizó las revistas y las exposiciones de moda como una plataforma para transmitir el legado del imaginario de su vida”, dice su nieto Tim. “Su filosofía siempre fue mucho más profunda de lo que vertía en las páginas de Harper’s Bazaar y Vogue. Su perseverancia y determinación demostraron que es posible soñar y ver las cosas de manera distinta”.

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BAMBA editorial.