Leila Slimani, las flores en la noche y desafiar la amnesia

Leila Slimani Leila Slimani

“Muchos piensan que escribir es transcribir. Hablar de uno mismo es contar lo que uno ha visto, narrar fielmente la realidad de la que ha sido testigo. En cambio, yo quería contar lo que no he visto, algo de lo que no sé nada, pero que sin embargo me obsesiona. Contar los hechos que no presencié, aunque forman parte de mi vida. Poner palabras al silencio, desafiar la amnesia. La literatura no sirve para restituir la realidad, sino para llenar los vacíos, las lagunas. Se exhuma, y a la vez, se crea otra realidad”.

Para llegar a esta conclusión, la escritora Leila Slimani tuvo, en 2018, que encerrarse en el museo de arte contemporáneo Punta della Dogana, en Venecia, durante una noche. ‘El perfume de las flores de noche‘ es el resultado de la  propuesta de una editora a la que accede sin pensarlo, por motivaciones no demasiado convincentes: la soledad, el encierro y la disciplina, dice, son los mejores aliados del escritor. “El teléfono y las visitas”, sus mayores enemigos, como decía Hemingway. Slimani asegura que se siente bien cuando el encierro funciona: “Al apartarme de los ruidos cotidianos, al protegerme de ellos, parece que surgiera por fin otro mundo posible (…) No me cierro al mundo. Por el contrario, lo siento con más fuerza”. 

Por eso, argumentando que “la escritura es disciplina. Es renunciar a la felicidad, a las alegrías de la vida cotidiana”, la autora acepta pasar la noche en el museo veneciano, como si hacerlo fuera un encierro en miniatura, un gesto de entrega y renuncia: “La idea de estar encerrada fue lo que me gustó de la propuesta (…) Que nadie llegara a mí y que el exterior me fuera inaccesible. Estar sola, en un lugar del que no pudiera salir, ni nadie entrar”.

Las flores de noche, el paisaje del exilio, velas derretidas

El recorrido inicial de Slimani por las salas del museo tiene mucho de vagar. Las páginas resultantes de ese primer paseo, también. Describe obras de arte como los paisajes abstractos de la pintora libanesa Etel Adnan, que pinta una tierra que recuerda desde su exilio francés. La instalación de una especie de invernadero artificial que hace que una dama de noche -una flor conocida por liberar su fruto y su aroma solo cuando no hay luz – se abra durante el día le lleva a pensar en su infancia. Las velas derretidas de los fieles en las iglesias de Roma han sido la pintura utilizada en los cuadros de Alessandro Piangiamore, y su visión le lleva a plantear que “ante la ausencia de lo religioso, o su desviación por las mentes oscurantistas, la literatura puede hacer las veces de palabra sagrada, puede elevarnos”.

Las definiciones que, durante ese recorrido, Slimani hace del arte, no son solo grandilocuentes como lo es la palabra a vuelapluma, el pensamiento súbito que asalta al paseante distraído, sino también, a veces, contradictorias entre sí. Frente a su ansia inicial por encerrarse para evitar distracciones, la escritora reconoce en el museo que “escribir no consiste solo en retirarse en soledad, disfrutar del calorcito del hogar, construir paredes de ladrillo para protegerse del exterior y no mirar a los ojos de los demás. También es alimentar sueños de expansión, de conquista, de conocimiento del mundo, del otro, de lo desconocido (…) Que te dejen en paz es una fantasía egoísta”. Escribir es “inventarte a ti misma e inventar el mundo”, dice en un momento de la narración, la artesanía que lo hace todo posible. Poco después, desoye su propia definición: “La escritura es la experiencia de un fracaso continuo, de una frustración insalvable, de una imposibilidad”. La relación entre escritura y tiempo tampoco le parece clara: si una sala del museo le hace pensar que todos los artistas “tienen la loca ambición de asir el movimiento” para inmovilizarlo, la siguiente obra que visita le sugiere que la misión del artista es reflejar lo cambiante: “entablar ese diálogo diabólico entre el pasado y el presente. Negarse al amortajamiento”.

Cohabitar con los fantasmas

La voz de una mujer que habla en un idioma extranjero hace que Leila Slimani entre en una sala presidida por una pantalla. En ella, una pluma forma sobre el papel, las palabras que Marilyn Monroe escribió en su diario, con su voz en off. Un cambio de plano revela el engaño: “Quien está escribiendo, es un robot, y el cuarto es un decorado de un estudio de cine. La prosodia de su voz ha sido reconstruida por ordenador. Marilyn está ahí, pero ausente. Fantasma. Surgido por obra y gracia de la tecnología”.

Pero mientras alguien hable, o piense sobre los fantasmas, “ellos cohabitarán con los vivos”. Por eso, el fantasma que sobrevuela la escritura de Slimani cohabita con ella. Se trata de su padre, que murió tras verse envuelto en un escándalo político-financiero como expresidente de un banco marroquí. Una vez muerto, fue absuelto de todos sus cargos.

“Él murió y yo estoy viva. A través de mis historias intento recuperar su libertad”, escribe Slimani. Como Annie Ernaux escribe para vengar su raza, la autora de ‘Canción dulce’ quiere hacer “un agujero en la pared de una celda”: “Escribo y cada noche limo los barrotes de una prisión. Escribo y lo salvo, le ofrezco escapatorias, paisajes, personajes que viven aventuras extraordinarias. Le ofrezco una vida a su medida. Le devuelvo el destino que le negaron”.

Leila Slimani no escribe para contar la verdad, el encarcelamiento, la condena social, los infiernos, sino para “inventar espacios para la libertad y la mentira”, que entiende como “una única y misma cosa”. “No quiero resolver los enigmas, rellenar las elipsis, restablecer la verdad o la inocencia. Siento aversión por las explicaciones. Quiero dejar las preguntas sin respuesta”. 

Mientras que algunos piensan que “escribir es transcribir“, Slimani quiere contar lo que no ha visto: “algo de lo que no sé nada, pero que, sin embargo, me obsesiona“. “Poner palabras al silencio, desafiar la amnesia”. Ni asir el movimiento, ni actuar como palabra sagrada, ni alimentar sueños de expansión. Sola, en un museo, frente a la voz del fantasma de Marilyn Monroe, frente al recuerdo de su padre, para Slimani, la literatura encuentra, por fin, su misión: “se exhuma y, a la vez, se crea otra realidad”.

Condenarse a vivir en los márgenes

Amanece en Venecia, una “ciudad sin tierra“. La escritora despierta, avergonzada, huye de la Punta della Dogana, busca refugio en un café recién abierto de esa ciudad que “se alimenta del afuera, del exterior, del extranjero“. De apátridas, de personas sin tierra, como la propia autora. “En Marruecos, soy demasiado occidental, demasiado francófona, demasiado atea. En Francia, nunca me libro de la pregunta sobre mis orígenes“. La identidad se pone en tela de juicio: “Te reivindicas siempre como extranjero y a la vez odias que el otro te vea como tal“.

Leila Slimani habla “esa lengua, la lengua, botín de guerra”. Hija de marroquíes hijos a su vez del colonialismo francés, no solo es árabe en un país europeo, sino el tipo de árabe que gusta en Europa: “como ellos, pero con un toque de exotismo”. Una mujer emancipada, que come cerdo, bebe alcohol y abraza los principios de la revolución francesa. “Siempre los demás decidían por mí quién era yo”.

Pero en sus años europeos ha entendido muchas cosas. Que “no estamos obligados a escribir el nombre de los nuestros”. Que “tendríamos que explorar esa bastardía, ese mestizaje”, reivindicar la mezcla. Y, sobre todo, que la elección es posible, porque “escribir no es expresar una cultura, sino desprenderse de ella, si esta se encierra en prohibiciones e imperativos”.

La renuncia al código de origen, la conciencia de la extranjería, deja al migrante en tierra de nadie, en un espacio endeble y frágil. Contra ese hecho concluye Slimani, se equivocan quienes ven en la literatura una salvación casi religiosa, las herramientas para construirse a uno mismo a voluntad. “He sido capaz de pensar que la escritura me procuraría una identidad estable, me permitiría, en todo caso, inventarme, definirme lejos de la mirada de los otros. Pero he comprendido que esa fantasía era una ilusión”. Ser escritora no es un lugar seguro, sino “por el contrario, condenarse a vivir en los márgenes”. Leila Slimani habría sobrevivido sin ser escritora, pero vivir no es sobrevivir: “No estoy segura de que hubiera sido feliz”.

Texto | Marta Rojo

Fotografía | Francesca-Mantovani