Henriette Caillaux y el crimen perfecto.
¿Quién es Henriette Caillaux?
Eran las seis de la tarde del 16 de marzo de 1914. Madame Caillaux caminaba decidida por las calles de París, envuelta en su abrigo y con las manos apretujadas dentro de su manguito de piel para protegerse del frío. El clima político estaba revuelto, la tensión por la inminente campaña electoral y los numerosos rumores de una posible Gran Guerra flotaban en el ambiente de una ciudad que calentaba motores después del fin de semana. El taconeo de los zapatos de Henriette Caillaux cesó cuando llegó a su destino: la redacción de uno de los periódicos más prestigiosos de Francia, Le Figaro. Entregó su tarjeta personal, exigió ser atendida por el director y editor del periódico, Gaston Calmette, y se mantuvo (algunos dicen que tranquilamente)a la espera. “¿Sabe usted por qué he venido?” preguntó Henriette nada más traspasar el umbral de la puerta del despacho principal. “Pues no, Madame” respondió Calmette. Sin mediar otra palabra, Henriette desenfundó una pequeña pistola que llevaba escondida en su manguito de piel y disparó seis veces. Calmette fallecería dos horas después a causa del inesperado ataque y Henriette fue trasladada a comisaría por los trabajadores del periódico mientras repetía sin cesar que no quería ser tocada por unos chupatintas de poca monta. “Soy una dama” advertía con la seguridad que le proporcionaba estar casada con uno de los políticos más relevantes de Francia.
Ser una dama fue precisamente lo que la libró de la pena de muerte que el fiscal pidió para ella. Su juicio, que se celebró cuatro meses después y duró apenas dos semanas, parecía un caso sencillo: Henriette Caillaux había confesado haber apretado el gatillo y los motivos que tenía para hacerlo eran públicos. Calmette era uno de los enemigos políticos de su marido, Joseph Caillaux, que se había convertido en algo así como el blanco fácil de la prensa conservadora desde 1911 por sus decisiones políticas. Un acoso y derribo que, según ella, eran imperdonables. Joseph Caillaux, Ministro de Hacienda de la Tercera República Francesa hasta la fecha, dimitió al día siguiente de los hechos. La sombra de la corrupción y sus intenciones políticas siempre le había perseguido pero el 13 de marzo (3 días antes de que fuese asesinado) Calmatte había dado luz verde a la publicación en su periódico de cierta correspondencia íntima de Joseph, con la intención de manchar su imagen y desacreditarle públicamente. La publicación violaba todos los códigos éticos del oficio, según asegura el periodista Jordi Corominas en un artículo para el Confidencial, al sacar a la luz correspondencia privada sin el consentimiento de los afectados.
Entre las misivas reveladas había cartas a su primera esposa y a otras mujeres con las que Joseph le habría sido infiel, entre ellas la propia Henriette. La difusión de una nota de amor que le había escrito Joseph hacía más de diez años y que probaba que Henriette Caillaux había sido su amante antes de convertirse en su segundo esposa fue, según el abogado defensor, la gota que colmó el vaso.
¿Qué puede enloquecer más a una mujer que ver publicadas las cartas de amor de su marido a su primera esposa?
Henriette Caillaux
El crimen perfecto
Fernand Labori, el reputado abogado que se encargó de la defensa (y que anteriormente había representado a Émile Zola y a Alfred Dreyfus) sabía que la única posibilidad que tenían de ganar el juicio era alegar que Henriette no era responsable de sus acciones en el momento del asesinato, que la situación la había llevado al límite de sus nervios. “¿Qué puede enloquecer más a una mujer que ver publicadas las cartas de amor de su marido a su primera esposa?”, argumentó frente al estrado. Henriette efectuó un crimen pasional porque no pudo soportar un agravio semejante a ojos de la sociedad conservadora del París de inicios del siglo pasado.
Fue retratada como una mujer enamorada, de ello dependía su vida, cegada por la vergüenza y el orgullo que la llevaría a querer salvar a toda costa el honor de su marido. «Ella fue víctima de la desenfrenada pasión femenina» alegó Labori frente a un jurado compuesto en su totalidad por hombres a los que les costaba creer que el motivo del asesinato perpetrado por una mujer fuese político. Y que, en consecuencia, ésta hubiese actuado en su sano juicio.Edwar Berenson afirma al final de su libro El juicio de Madame Caillaux que “la idea de la pasión femenina había absuelto a Madame Caillaux de la responsabilidad por su crimen”.
El crimen no fue perfecto, pero la defensa sí lo fue. Labori supo explotar hábilmente los prejuicios machistas de aquella época, lo que le permitió incluso llamar a testificar a peritos que confirmaron que la naturaleza femenina era más proclive a ataques de “locura incontenible” ante los cuales una mujer es incapaz de tomar conciencia de sus actos. La creencia de que el motor de una mujer son sus pasiones y el de un hombre es su razón es una división arrastrada desde la antigüedad clásica. Eurípides ya describía a Medea como una hechicera enamorada que se jugó su destino arrastrada por amor y despecho, impulsando así la construcción de una debilidad casi trágica inherente al genero femenino. La supuesta incapacidad de la mujer para gobernar sus propios impulsos y emociones se popularizó como patología en la era victoriana cuando la histeria femenina se convirtió en una enfermedad diagnosticada. Apenas una década separaba la celebración del juicio de Henriette Caillaux de aquella época, tiempo a todas luces insuficiente para que los restos de estos prejuicios no tuviesen efecto sobre el caso.
Hay fuentes que aseguran que Henriette estaba muy nerviosa y apenas se podía controlar en la redacción de Le Figaro y otras que afirman que escupió al cuerpo de Calmette después de matarlo sin mostrar un ápice de arrepentimiento. Es difícil saber si Henriette asesinó a Calmette por motivos políticos, a sangre fría, o decidió impulsivamente tomarse la “justicia” por su mano. O fue una combinación de ambas. Pero cualquiera que fuese el motivo real del inexcusable homicidio, a Henriette y a su abogado les fue muy sencillo ajustarse a la creencia imperante de que ella era incapaz de luchar contra su débil naturaleza. Y esta disculpa esconde (y no sé cuánto trata de disimularlo en realidad) un ataque al juicio, madurez y capacidades de las mujeres.
El juicio fue un autentico espectáculo mediático y su polémica resolución no se quedó atrás. La absolución sin cargos de Henriette significaba que en 1914 era socialmente menos peligroso dejar en libertad a una asesina que le había disparado seis tiros a bocajarro al director de un periódico que reconocer la equidad delas capacidades de raciocinio de una mujer y las de un hombre. Lo segundo hubiese supuesto algo mucho más temerario para la época: tomar conciencia de que el criterio del abogado defensor era misógino y machista y, por ende, que también lo eran las arraigadas creencias populares que existían sobre “el carácter femenino”. Lamentablemente, el interés y la indignación popular quedaron acallados por el ruido de los cañonazos que, tan solo una semana más tarde, anunciaron la entrada de Francia en la I Guerra Mundial. La época de la inocente Belle Epoque y su inherente promesa social e histórica de convertirse en los “tiempos felices” llegó a su fin. Los focos se olvidaron de Henriette Caillaux, que murió casi 30 años más tarde en su casa, con su marido, arrepentida o no del crimen que cometió.
Por Cristina Blanco