Cristina Peri Rossi y el arte de la pérdida
Cristina Peri Rossi se fue de Uruguay a los veintinueve años, un año antes de que tuviese lugar el golpe de Estado de 1973. Nunca antes había salido de su país, tal y como relata en los versos de uno de los poemas que escribió poco después de su partida: «Mi primer viaje / fue el del exilio». Este exilio comenzó y terminó en Barcelona, ciudad de la que hizo su hogar y en la que aún reside. Allí ha publicado la mayor parte de su obra, la cual estuvo prohibida en Uruguay durante los años de dictadura, por su marcado carácter libertario. El deseo de transgresión de la autora se ha reflejado en todos los temas que han ido pasando por su pluma: desde la intimidad del erotismo entre mujeres, hasta el grito de una crítica a los modelos sociales.
Estaba en Barcelona cuando mantuvo el primer contacto con el que se convertiría en uno de los amigos que marcarían su vida: el cronopio argentino, también exiliado en Europa. Un año después de que la uruguaya se instalase en Barcelona, Julio Cortázar leía en París, por recomendación de un amigo librero, El libro de mis primos (1969). Nada más terminarlo, decidió ponerse en contacto con la joven autora para darle la enhorabuena. Después de una primera correspondencia vinieron el primer encuentro en París y los muchos que sucedieron a éste.
Entre cientos de cartas y conversaciones surrealistas, Cortázar y Peri Rossi entablaron una relación que llegaría a rozar lo platónico. Lo que primó entre ambos, sin embargo, fue la intensidad de una sensación de familiaridad correspondida: el encuentro del uno en el otro fue la casa de los que no la tenían. Cortázar escribiría en uno de sus quince poemas para Cris:
Tienes a ratos
la cara del exilio
ese que busca voz en tus poemas
Mi exilio es menos duro,
le sobran las defensas,
pero cuando te llevo de la mano
por una callecita de París
quisiera tanto que el paseo se acabara
en una esquina de Montevideo
o en mi calle Corrientes
sin que nadie viniera
a pedir documentos.
En el exilio la pérdida es múltiple; de un solo golpe desaparecen de la vista la tierra natal y sus calles, las personas con quienes se compartían, y todas las posesiones que no cupieron en una maleta. No es de extrañar que, en estas circunstancias, uno mismo pueda llegar a sentir que desaparece. En palabras de Peri Rossi, «partir es siempre / partirse en dos». Pero partirse en dos también puede verse como una multiplicación: la uruguaya no tardó en dejarse enamorar por Barcelona, y encontró en la incomodidad de la distancia un motor para su escritura.
En 1968, la poeta estadounidense Elizabeth Bishop había publicado en The New Yorker el que terminaría por ser el más conocido de sus poemas. Tras separarse de su pareja, la joven Alice Methfessel, Bishop escribe «One Art». En él, desde los primeros versos insta al lector a perder el miedo a perder:
El arte de perder no es difícil de dominar;
Tantas cosas parecen tener el propósito
de perderse, que su pérdida no puede ser un desastre.
Pierde algo cada día. Acepta la angustia
de las llaves perdidas, de la hora malgastada.
El arte de perder no es difícil de dominar.
Después practica el perder más allá, el perder más rápido:
lugares, y nombres, y adondequiera que pretendieras
viajar. Nada de esto supondrá un desastre.
[…]
Peri Rossi publicó en 2003 Estado de exilio, un poemario en el que recoge textos escritos durante los primeros años de su partida. En uno de los poemas de esta obra, titulado «El arte de la pérdida», la autora establece un diálogo con aquel poema de Elizabeth Bishop.
El exilio y sus innumerables pérdidas
me hicieron muy liviana con los objetos
poco posesiva
Ya no me interesa conservar una biblioteca numerosa
(vanidad de vanidades)
ni colecciono piedras
botellas cuadros
encendedores
plumas fuentes –así se llamaban en mi infancia
las codiciadas e inasequibles estilográficas
Parker y Mont Blanc–
ni necesito un amplio salón para escribir
al abrigo de los ruidos de la calle
y de los ruidos interiores
El exilio y sus innumerables pérdidas
me hicieron dadivosa
Regalo lo que no tengo –dinero, poemas, orgasmos–
Quedé flotando –barco perdido en altamar–
con las raíces al aire
como los nervios de un condenado
Despojada
desposeída
dueña de mi tiempo
Y con él tampoco soy avara:
sería ridículo pretender administrar
un bien desconocido.
La pérdida es irremediable: el tiempo va borrando día tras día –aunque sea de manera sutil– el mundo tal y como lo conocemos. Traspapelamos documentos que podrían llegar a convertirse en reliquias si, pasados los años, buscando alguna otra cosa que también hayamos perdido, el azar nos llevase a encontrarlos arrugados en un cajón.
Como el humano no soporta ser consciente de la pérdida, se empeña en atesorar tanto como sea posible antes de que llegue el invierno: recuerdos en forma de fotografías, diarios, imanes de nevera, o pantalones de dos tallas menos. Llega incluso a cultivar enemistades y a emponzoñarse el alma con un rencor del que se siente orgulloso, al grito de «¡yo perdono, pero no olvido!». No puede evitarlo: necesita alimentar la ilusión de seguir en contacto con el pasado; porque el humano está programado para sufrir ante la pérdida, porque, en el fondo, sabe que también está programado para esfumarse algún día.
Podría decirse que el arte, el deseo de perdurar en la obra por los siglos de los siglos, es una de las formas más extrañas que ha adoptado el instinto de supervivencia. Saber perder, no obstante, constituye un arte en sí –más allá de lo que se trata de inculcar a los deportistas, con mayor o menor éxito–. Han pasado ya casi dos años desde que tuvimos que empezar a acostumbrarnos a un nuevo mundo, a una realidad extraña que poco a poco va ganándose ese título de «normalidad» con que la bautizaron. Desconozco cuánto durará nuestro exilio, y como muchos, desearía vivir sin que nadie viniera a pedir documentos. Pero quizá vaya siendo hora de reconciliarnos con nuestro presente, porque la principal culpable de todos los cambios no es otra que la misma vida. Y la vida siempre gana.