Teresa Wilms Montt: poeta insumisa, poeta olvidada
«Sufrí y es el único bagaje que admite la barca que lleva al olvido». Así resuenan las últimas palabras que Teresa Wilms Montt anotó en su diario antes de quitarse la vida en París, en la Nochebuena de 1921. Un frasco de veronal y el frío invierno fueron sus grandes aliados. También la última imagen de sus hijas en aquel París gris, arrancadas de su seno, ahora a un océano de distancia, en un Chile que ya se le dibuja como un país extranjero.
Nacida en Viña del Mar en 1893, de familia aristocrática, lectora prematura, niña rebelde. Teresa Wilms Montt se casa a los diecisiete años con Gustavo Balmaceda, escritor, para huir del núcleo familiar opresivo. Pero pronto su marido no resulta ser su aliado, sino su enemigo, y después de enloquecer de celos, la encierra en un convento al acusarla de adulterio y le arrebata —de por vida— a sus hijas. La poeta consigue huir a Buenos Aires, publica cinco libros, por fin disfruta de la libertad y de los círculos intelectuales, viaja a Madrid y a París, donde al final decide quitarse la vida con veintiocho años.
“Es mi diario. Soy yo desconcertadamente desnuda, relbelde contra todo lo establecido, grande entre lo pequeño, pequeña ante el infinito…
Soy yo”
Habrían de pasar décadas desde su muerte hasta que se volviera a hablar de su obra poética en los círculos literarios. Sorprende, al observar su vida de cerca, que una mujer que se movió con las grandes personalidades literarias hispanohablantes de la época —Víctor Domingo Silva, Vicente Huidobro, Sara Hübner, Ramón del Valle-Inclán, Jacinto Benavente, entre otros—, y que escribió una poesía lírica de una sensibilidad brillante, fuera olvidada hasta finales del siglo xx por el canon literario. Todavía es una escritora olvidada. Y siendo Chile un país que ha alumbrado tantos grandes poetas —Gabriela Mistral, Pablo Neruda, Nicanor Parra…—, resulta inverosímil que el legado de Teresa Wilms Montt haya pasado tan inadvertido, quizá deslucido por el surgimiento de estas grandes figuras que, a diferencia de ella, vivieron más años y dejaron una vasta producción literaria. Gracias a recientes publicaciones, entre las que destacan la biografía de Ruth González-Vergara —Un canto de libertad (1993)—, que puso en valor la obra de Wilms Montt, o la edición de sus Diarios íntimos (2022) en España —gracias a la colaboración entre las editoriales Alquimia, que ya publicó estos Diarios en 2015, y Pepitas de Calabaza—, es posible acercarse, aunque solo sea desde la intimidad de una pequeña celosía, a los pensamientos de una de las grandes poetas chilenas que dio el siglo pasado. Su vida, agitada y lírica como su poesía, nos interpela directamente. ¿Qué había de soportar una mujer para dedicarse a la escritura? ¿Cómo combinar la pasión artística con el papel de esposa y madre? ¿Cómo consolar el espíritu ante la desigualdad y el dolor de tantas ausencias? La vida de Teresa parece revelar una única verdad: a veces la tragedia solo consiste en nacer en el tiempo y lugar equivocados.
“Hay en el ambiente una inquietud erótica, y en todo el jardín un deseo cálido de posesión.”
En el momento en el que le toca nacer a Teresa, la alta sociedad chilena solo ofrece a una mujer un papel rígido y encorsetado: flor delicada, esposa, madre, ángel del hogar, como acuñó Virginia Woolf. De naturaleza creativa y despierta, tarda poco en salirse de la norma. Disfruta de la música y la literatura, y es frecuente encontrarla entre las páginas de un libro. Flaubert, Verlaine o Baudelaire alimentan su alma curiosa y sus deseos de escapar. Pero la infancia de Teresa no parece ser feliz. Según se recoge en sus diarios, de su madre, Luz Victoria Montt, y sus institutrices extranjeras, la niña recibe reproches y prohibiciones. Teresa escribe, recreando su infancia: «¿Por qué no querrá mi madre que lea? […] ¿Qué daño hago leyendo cuando me procura tanto placer? ¡Quiero, debo leer! Lo necesito. Me han prohibido los libros». Por otro lado, su padre, Federico Guillermo Wilms, parece considerarla la favorita, el hijo que nunca tuvo —la llama de forma cariñosa «mi Tereso»—, pero según la misma Teresa esa predilección no alcanza a traducirse en afecto, pues según describe está «demasiado absorto por las preocupaciones de la vida material». Teresa crece en soledad, una soledad de la que nunca se podrá desprender.
Pocos años después, la niña rebelde se convierte en una joven bellísima e inteligente, admirada en las reuniones de la alta sociedad. Su apariencia es radiante, pero su interior parece gritar en rebeldía. «¡Quiero morir! Nadie me quiere […]. El mundo es grande y bello, existe al otro lado del horizonte una vida más poética, la adivino cuando veo anclar esos blancos veleros que flotan en la majestad del mar», escribe en su diario. Este nuevo horizonte, la libertad, es lo que ve Teresa en el rostro de Gustavo Balmaceda, pues la única forma de salir del hogar es dejar de ser hija para convertirse en esposa. Se casan en 1910 sin el consentimiento paterno, y ni la predilección que siente Federico Wilms por su «Tereso», impide que la familia se desentienda de ella, la maldiga y la olvide. Teresa saldrá de la casa de su infancia para no volver nunca más.
En los años posteriores, el matrimonio pasa por Santiago, Valdivia e Iquique. Teresa sigue siendo el alma de las fiestas y tertulias, la compañía perfecta. Hace amistades del mundo literario y comienza a publicar en un periódico local usando un pseudónimo: Tebal. Aquella época, en lo referente a lo literario, parece dulce. «La noche era para charlar, el día para dormir, la tarde para escribir». Es evidente que Teresa se acerca en aquellos tiempos a la vida bohemia: poesía, licores, cigarrillos, éter, discusiones políticas… Pero el matrimonio, a pesar del nacimiento de Elisa y Sylvia, es infeliz. Gustavo se revela al poco tiempo como un hombre celoso y violento, que la engaña, muy distinto de lo que Teresa espera de él. Hablando sobre su amigo Víctor Domingo Silva, la poeta escribe: «Él oía el lenguaje que usaba mi marido para tratarme, las bofetadas y mis noches de soledad en lágrimas». En aquellos años de convivencia Teresa hubo de enfrentarse una vez más a la pregunta amarga que la motivó para salir del hogar familiar: ¿puede un hombre, al igual que sus padres entonces, querer a una mujer que se sale de la norma, de lo que se espera de ella? «Yo soy idealista…, romántica, fantástica […].
“En la soledad de mis pensamientos, oigo cavar una fosa”
Hay dos seres en mí, eso solo yo lo sé… Para vivir en este mundo conviene mostrar solo el que me conocen». Sus palabras transmiten esa dualidad, esa grieta en el espíritu tan común en las mujeres escritoras: lo que quiero ser frente a lo que se espera de mí; el anhelo del placer frente a la penitencia del silencio. Las mujeres disidentes lo pagaron caro, o bien con su libertad o bien con su vida. Teresa recibe ambos castigos. En octubre de 1915 ingresa en el convento de la Preciosa Sangre, acusada de adulterio por su marido. «No era extraño ver convertidos estos sagrados recintos en prisiones de las díscolas hijas de la sociedad chilena de principios de siglo», apunta Ruth González-Vergara en su biografía. El breve romance que Teresa había mantenido con Vicente Balmaceda, primo de Gustavo, la condena al aislamiento y a una separación casi perpetua de sus hijas. Solo ella pagará el pecado del idilio.
El encierro, que durará ocho meses, incrementa la producción de su diario. Gran parte de las entradas están destinadas a su amante y a sus hijas, las dirigidas a estas últimas especialmente conmovedoras: «Hijas de mi vida, pensar que no las tendré a mi lado jamás, y que todos sus mimos y sus encantos van a ser para extraños, que no podrán quererlas como yo». A pesar del dolor profundo por esta pérdida, Teresa todavía guarda algo de esperanza. «Después huiré lejos; y será mi mundo, y será mi hogar, y será mi refugio los brazos de mi amante, que me defenderá hasta mi propia suerte». Pero después de ocho meses de reclusión Vicente Balmaceda no parece defenderla ni acudir en su ayuda. Es su amigo, el poeta chileno Vicente Huidobro, el que le ofrece su auxilio para huir. En junio de 1916 Teresa acepta y se escapa disfrazada de viuda rumbo a Buenos Aires.
En la capital argentina es cuando aparecen los primeros poemarios de Teresa Wilms Montt: Inquietudes sentimentales —editado en España en 2021 por la editorial Torremozas— y Los tres cantos, ambos publicados en 1917. Los libros están firmados como Thérèse Wilms, quizá en un intento de desligarse de su pasado, de la asfixia de la sociedad chilena. Es ahora, libre de las figuras paternas y del marido, cuando la carrera literaria de Teresa comienza a brillar. Tanto Inquietudes sentimentales como Los tres cantos son elogiados por la crítica y las ediciones se agotan rápidamente. Teresa es popular, da entrevistas y recita en público.
«Al ofrecer estas páginas al lector, no he pretendido hacer literatura. Ha sido mi única intención la de dar salida a mi espíritu, como quien da salida a un torrente largamente contenido que anega las vecindades necesarias para su esparcimiento», escribe en el preámbulo de Inquietudes sentimentales. Configurado por cuarenta y nueve poemas, el debut literario de la chilena devuelve líneas cargadas de lirismo, de una belleza mística que sobrevuela los temas que acompañarán la obra de Teresa hasta el final: la muerte, el amor, el tiempo, la belleza, el erotismo, el dolor, la ausencia. Temas que brillan en estos versos: «Quisiera, como un murciélago, plegar las alas/ y quedarme dormida hasta olvidar que tengo alma».
«Quisiera, como un murciélago, plegar las alas/ y quedarme dormida hasta olvidar que tengo alma».
El éxito en Buenos Aires se ve enturbiado en pocos meses a causa del suicido del joven Horacio Ramos Mejía, apodado Anuarí, amante de Teresa. Parece ser que la poeta no puede ofrecerle ningún compromiso, quizá para no cargarle con ese pasado que considera deshonroso, y él, ante su negativa, decide quitarse la vida. Esta muerte supone otro punto de inflexión tanto en la vida como en la obra de Teresa, pues a finales de 1917 abandona Buenos Aires y parte rumbo a Nueva York, desde donde viaja a Madrid. «Sin filosofía y sin ilusiones me embarco mañana huyendo de una pena negra y tan negra», escribe el día antes de partir. «Mi destino es errar», anota también por esa época. En lo que respecta a su obra poética, la muerte de Anuarí se desliza, silenciosa y espectral, por cada uno de sus versos. Tanto En la quietud del mármol, en 1918, como en Anuarí, en 1919 —editado por Torremozas en 2009—, poemarios ya publicados en Madrid, el dolor por la muerte de Anuarí es protagonista. Ahora, la poeta firma como Teresa de la †, y ante este nuevo pseudónimo es inevitable pensar en el simbolismo de la imagen de la cruz, en la tragedia del sacrificio. Ramón del Valle-Inclán dice sobre sus poemas en el prólogo de Anuarí que «como versículos de un libro sagrado, hacen sonar la cadena de los siglos, y tienen la misteriosa resonancia de las voces elementales».
Del éxito y los círculos literarios de Madrid parte de nuevo hacia Buenos Aires en 1919 para publicar su último libro, Cuentos para los hombres que todavía son niños; y en 1920, un posible reencuentro con sus hijas, a las que no ve desde hace cinco años, la hace poner rumbo de Madrid a París. Ruth González-Vergara conversa con sus hijas antes de morir, entre 1989 y 1992, y recoge el testimonio de la primera cita que madre e hijas tienen de forma clandestina en la capital francesa. «Yo la quedé mirando abismada de su belleza […]. No sabía que era mi madre. Se acercó para abrazarme y me dijo: “¡Mi amor, yo soy tu mamá!”», describe Sylvia. No es difícil imaginar el dolor de Teresa Wilms Montt cuando, después de varios meses de visitas, sus hijas vuelven a poner rumbo a Chile. Nada puede hacer para verlas. La poesía desaparece. La ciudad la engulle. Dos meses después de la partida se quita la vida.
El destino trágico de Teresa no debería enturbiar su auténtico legado: su obra y su lucha frente a todos los obstáculos a los que la sometió aquel tiempo en el que imperaba el poder masculino. Para la posteridad queda aquel retrato de Julio Romero de Torres pintado en 1920, que inmortalizó la mirada de una Teresa detenida en el tiempo, joven, elegante, enigmática, en los últimos destellos de su vida; y las palabras de los tantos que la admiraron. Volver a su obra, leerla y recomendarla, resulta un deber ineludible de nuestros tiempos para poner en valor la persona, casi leyenda, de Teresa Wilms Montt: una mujer sensible de belleza fatal, que retó las convenciones de su tiempo, que vivió intensamente y en el delirio, siempre en favor de la creación y la poesía.
Por |Lucía Navarro Plá