DEJAME RECORDAR
Con la publicación de ‘El don’, de Hilda Doolittle, adelantamos en prólogo escrito por la autora y traductora, Eva Gallud.
«H. D. IMAGISTA» nació una tarde de 1912 en el salón de té del British Museum, cuando Ezra Pound escribió aquel nombre bajo el poema titulado «Hermes en la encrucijada». La mano que había escrito dicho poema pertenecía, no obstante, a Hilda Doolittle, nacida en Bethlehem, Pennsylvania, en 1886. Desde aquel momento, toda su producción literaria vería la luz bajo las iniciales con las que ha llegado a nuestros días.
H. D. perteneció al grupo de los poetas llamados imagistas, en palabras de Harriet Monroe, editora de la prestigiosa revista Poetry de Chicago, «un grupo de ardientes helenistas que están realizando experimentos con el verse libre, tratando de hallar para la lengua inglesa el equivalente de ciertos artificios rítmicos de Mallarmé y otros simbolistas». Lo importante para los imagistas era la imagen, la concisión, la exactitud. Entre las figuras más reconocidas de este movimiento insertado en el modernismo anglosajón se encontraban, entre otros, el ya mencionado Ezra Pound, William Carlos Williams, Amy Lowell o Richard Aldington, que fue, además, esposo de Doolittle durante un tiempo.
Sin embargo, acercarse a la prosa de H. D. nos llevará por caminos diferentes a los jardines marítimos de sus primeros poemas o a los muros de Troya y las costas egipcias de su obra poética más madura. Hay por supuesto, una preocupación extrema por el lenguaje y un interés en captar la imagen, pero nos alejamos de la concisión y exactitud. La obra en prosa de H. D., y en concreto esta novela en la que nos adentramos, tiene una cualidad fragmentaria y un efecto acumulativo. Nada es lo que parece en un primer momento.
Podríamos decir que ‘El don’ está más cerca de la tercera fase evolutiva de la poesía modernista, en la que se pretende recomponer a la vez el ser y el no-ser a través de la introspección. A lo largo de toda su obra, dice la académica Alicia Ostriker, la poeta comprende y aprehende ciertas realidades a través de estados alterados de conciencia, ya sean estos visiones, trances o sueños. Y ‘El don’ no iba a ser menos.

A lo largo de los seis capítulos que componen esta novela, iremos descubriendo la casa familiar, sus habitantes y los acontecimientos más importantes de la infancia de la autora, algunos realmente traumáticos. El árbol familiar va desplegando poco a poco sus frondosas ramas, mientras una voz, casi siempre infantil, va desvelando partes de un enorme tapiz cuya imagen total no se nos muestra nunca. Es a través de la memoria fragmentada, de la asociación de ideas y recuerdos que afloran de imprevisto, como vamos reconstruyendo las vidas de aquel Bethlehem de finalesdel siglo XIX.
Descubriremos los orígenes moravos de la familia y las historias (y leyendas) de los pioneros que se establecieron en las tierras de Pennsylvania, donde compartieron territorio con diversas tribus indias. Conoceremos a Papalie, el abuelo que fabricaba relojes y dibujaba algas microscópicas, entre muchas otras habilidades; al padre, un astrónomo reputado que abandona el hogar familiar por las noches para medir algo que nadie más que él comprende; a la misteriosa abuela Mamalie, con sus extraños relatos sobre tiempos pasados; a Helen, la madre, que toca el piano de vez en cuando, pero nunca canta. La pequeña Hilda todo lo observa e intenta comprender lo que aún no es capaz de articular. La experiencia mental y corporal de algunas cosas le llegan antes de conocer las palabras que las nombran.
De ahí, de esa incapacidad infantil de distinguir una «o» sobre una pieza de Scrabble y, al mismo tiempo, saber que es la pieza correcta, quizás proviene su interés profundo por el significado de las palabras, por qué recibieron las cosas sus nombres y qué otros significados pueden albergar.
El lenguaje llega a ser provocador del trance y el trance funciona como herramienta para acceder al conocimiento que la pequeña Hilda aún no
sabe articular.
Durante los años 30 tuvo una relación estrecha con la cinematografía, fue crítica de cine e incluso apareció en varias películas, por lo quela imagen tiene un enorme interés para ella y así lo traslada a sus textos.
En ‘El don’, la visión, no solo en el sentido esotérico sino en el del sentido
de la vista, también funciona en diversas ocasiones como detonante derecuerdos entrelazados que, mediante artilugios como zoótropos y caleidoscopios que ponen la imagen en movimiento, recuperan de la memoriaretazos de historias de las que debemos entresacar realidades.
El uso de la reiteración de imágenes (como el fuego o las estrellas) contribuye a la sensación de acumulación de significados; cada vez que aparece una de estas y otras imágenes añadimos una pista al misterio de ‘El don’. Estas imágenes recurrentes alcanzan su significado culminante en el último capítulo.
Porque ¿qué es en realidad ese don que tanto preocupa a la pequeña Hilda? ¿Por qué lo rechazó su madre? ¿Se ha perdido para siempre? ¿O lo ha heredado ella? En ‘El don’ descubrimos lo importantes que son para H. D. la idea de legado, sea este material o inmaterial, la necesidad de la transmisión de las historias y la construcción de una genealogía femenina en la que poder mirarse y encontrarse. El capítulo titulado «El secreto» es un ejemplo de esta preocupación. En él asistimos a una de las escenas más fascinantes en la que la pequeña Hilda va tirando del hilo que devana la memoria fragmentada de Mamalie, y junto a la niña vamos hilvanando las escenas paradar forma a una almazuela, que es mucho más que una colcha familiar: es un episodio de la historia que podría tener implicaciones universales.
Tras su lectura, permanecerán en nuestra memoria las poderosas imágenes que H. D. evoca a lo largo de la novela y que convierten su historia en un tapiz legendario en el que quedan representados, con vivos colores, los personajes de una nueva mitología.
H. D. escribió ‘El don’ durante los años cuarenta. El detonante y las circunstancias de la afloración de estos recuerdos de la infancia de la autora y su escritura nos serán desvelados en el último capítulo (aviso a navegantes: el texto introductorio de su hija Perdita lo revela antes detiempo). No seré yo quien redunde en este empeño. Prefiero no arruinarle a quien lee esta novela ese momento decisivo en el que todas laspiezas del puzle que es ‘El don’ encajan con ensordecedor estruendo y que resonarán más tarde en los versos de su Helen in Egypt:
let me remember, let me remember
forever, this Star in the night
Por |Eva Gallud