La pasión según Clarice Lispector

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La pasión según Clarice Lispector: la mirada tras el velo.

Clarice Lispector (1920-1977) fue una de las autoras brasileñas más importantes que dio el pasado siglo. Reconocida por renovar absolutamente las letras de su tiempo, se convirtió en una de las novelistas, cronistas y cuentistas más destacadas de su país. Brillante por su unicidad, por su lenguaje transgresor y por focalizarse en lo invisible. ¿No es acaso la literatura, además de una herramienta de descripción, una herramienta de indagación de lo no tangible? ¿No es la magia del lenguaje hacer de la palabra algo que trasciende lo material? Clarice parece jugar con estas normas, su literatura es pura indagación: mujer exploradora de la conciencia en busca de trascender las palabras. «Este libro es un silencio. Este libro es una pregunta», afirma el narrador de La hora de la estrella (1977). Quizá ahí radica su conexión inherente con la filosofía: hacer preguntas y más preguntas, tratar de sondear respuestas, aceptar la ignorancia, la ausencia. Porque en la mayoría de sus novelas, entre las que destacan La pasión según G. H. (1964), Cerca del corazón salvaje (1944), Agua viva (1973), Aprendizaje o el libro de los placeres (1969) y la abrumadora La hora de la estrella (1977), encontramos, más allá de los planteamientos, una esencia común y palpitante, como si su obra estuviera unida por un único desasosiego existencial por definición: qué somos, cuál es nuestro significado ―del mismo modo que una silla es una silla, por qué yo soy yo, qué significa ser yo: el problema del ser en el mundo― despojarnos de lo humano, de lo construido, buscar lo primitivo, el sentido más sentido, ver tras el velo o ―como ella escribe en varias de sus novelas― aprender a vivir. ―¿Es el aprendizaje el motor de la vida, el saber o no-saber?―. Lispector se mimetiza con sus narradores y escarba en la experiencia para ver sin la necesidad de los ojos lo verdadero: se asoma a las tinieblas del alma.

 

«Mientras tenga preguntas y no tenga respuestas seguiré escribiendo»

 

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En una de sus últimas entrevistas del año 77, a la cual accedió a participar si se emitía tras su muerte ―algo que sucedió poco después―, con muchísimo acierto y mirada penetrante, dice que su literatura «te toca o no te toca». Es sintomática una de las anécdotas que cuenta: mientras que colegas académicos no comprenden La pasión según G. H., una estudiante de diecisiete años le confiesa que es su libro de cabecera. Es complejo y sencillo: «Te toca o no te toca». El, a veces acuñado, «no-estilo» de Lispector parece asentarse en la intuición, en una forma de sentir, su lenguaje es revelador pero no informador, incluso también desvelador. Requiere del espejo que mira frente al texto. Quizá por esa forma tan velada y sugerente, la forma de aproximarse a ella requiera despojarse ―vuelve a aparecer el despojo― de lo analítico, de lo construido y esperable sobre el mundo y la literatura. «Te toca o no te toca». La brasileña establece diálogos, sus libros se expanden hacia fuera y se derraman fuera de las páginas. Es metafísica. El idioma de Lispector desmenuza por encima del suelo, en ocasiones está en la tierra y fuera de ella, siempre consciente del cielo y de lo cósmico, de la grandeza del universo, de la materialidad física ―no física per se, sino de la física que nos compone―, y por ende: de lo espiritual. Varios de sus personajes están en búsqueda o son testigos de una revelación sobrehumana que supone una ruptura, que cambia el cristalito desde donde se mira a la realidad y a uno mismo. Que los eleva y les genera dolor. Es el clásico dolor del que sale de la ignorancia. ―Un dolor que más allá de dolor refleja las ganas de vivir―. «¿Qué dolor era? ¿El de existir? ¿El de pertenecer a alguna cosa desconocida? ¿El de haber nacido?», podemos leer en Aprendizaje o el libro de los placeres. Y dentro de toda esta revelación vuelve la vida tras el velo, lo invisible, la nada. «Mi vida más verdadera es irreconocible, interior en extremo y no tiene ni una palabra que la signifique». Además de lo invisible, lo innombrable. Otros de sus personajes se revelan en paralelo y hacia abajo, excavando en la tierra, se entierran en el subsuelo, buscando lo primitivo, la Naturaleza, el origen, la eterna pregunta, el misterio, como G. H. «Mientras tenga preguntas y no tenga respuestas seguiré escribiendo».

 

¿Hermetismo? Expansión mística

 

La crítica literaria contemporánea acusaría a Lispector de ser hermética ―el misterio de sus ojos rasgados, de su voz lánguida, de sus manos silenciosas―, y de producir una literatura hermética e inaccesible. Cuando le preguntan sobre ello, responde: «Me dicen que soy hermética, pero ¿cómo puedo ser popular siendo hermética? No soy hermética para mí». La literatura de Lispector se acerca más a la ruptura formal de Woolf o Joyce, a lo introspectivo, al flujo de conciencia. Su hermetismo, entendido como la cualidad de lo impenetrable, subyace a una lectura quizá sin despojos, con indumentaria y preconcebidos. Lispector necesita canales abiertos, donde el agua fluya y entre dentro del cuerpo. Es sangre circulando. Y por eso me refiero a la expansión. Su obra abre puertas, nunca las cierra, y por eso entiendo que no puede ser hermética, porque su texto profundiza en lugares recónditos y lleva a tiempos enterrados. Lo cual nos lleva a otra pregunta: ¿hemos de entenderlo todo? ¿Podemos también dejarnos llevar, leer para sentir, para experimentar, más allá de los significados? Salvando las distancias en el estilo, en los abordajes y temáticas, en lo relativo a la expansión ―a hacer de lo íntimo algo de todos―, pienso en Annie Ernaux. La última premio Nobel de Literatura extrae de su propia experiencia un aprendizaje, una revelación universal, que es capaz de interpelar. Ernaux escribe desde el «yo colectivo», habla de las condiciones y de la memoria, de la feminidad de forma transversal. Lispector hace lo mismo, de forma distinta; de sus múltiples «yos» ―sus personajes, sus narradores― se expande y habla al mundo sobre las preguntas de siempre, los dolores del alma, los descubrimientos por ser, la identidad, la precariedad. Y quizá este punto sea mi favorito: la mística de su perspectiva. A diferencia de otros autores que abordan el sentido, Lispector rebosa espiritualidad, y en esa búsqueda del ser, en ese dolor por la nada, está su necesidad de existir, de creer, del destino, de la mística del mar, del sol, de lo cotidiano. Habla de fe. «No se puede presentar una prueba de la existencia de lo que es más verdadero, lo bueno es creer. Creer llorando». Habla de vivir. «Se repetía mentalmente, sin cesar: yo soy, yo soy, yo soy» ―inevitable pensar en Sylvia Plath―.

Clarice siguió escribiendo hasta el final de sus días. «Escribía con el cuerpo», porque la escritura era vida, materia orgánica. «Tengo periodos de producir intensamente y tengo periodos hiatos, en los que la vida se vuelve intolerable (…), si son periodos largos, vegeto o, para salvarme, me lanzo a escribir otra cosa». Cuando Lispector pronuncia estas palabras acaba de terminar la que será su última novela, ya no escribe, está ahí, pero dice que está muerta. «Hablo desde mi tumba», la tumba de la escritora que no escribe. Falleció el 9 de diciembre de 1977, de un cáncer, un día antes de su cumpleaños, y dejó tras de sí una obra que es una invitación. «Te toca o no te toca».

 

 

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Lucía Navarro Plá
Editora, trabaja en la editorial Barlin y colabora en Bamba Editorial.