¿Es la vida la que pesa
o es que pesa el corazón?
¿Está en mí, o está en la vida
lo amargo de mi canción?
¿Es que vivo razonando
o es que perdí la razón?
Marcho buscando… buscando
algo que será ficción
o realidad, ¡no lo sé,
pero tengo la certeza
de que nunca lo hallaré!
Mi abuela nació en Montevideo en 1917. En 1939 dejó toda su vida atrás y cruzó el océano por el amor de un español —o lo que ella esperaba que fuera amor—. Nunca regresó a Uruguay, pero su acento resurgió con más fuerza que nunca en los últimos años de su vida, como las raíces de un árbol de ciudad que terminan por levantar la carretera. Junto a este fenómeno llegó otro: cada mediodía, con la actitud de quien recuerda repentinamente un mensaje importante que ha olvidado entregar, recitaba el mismo poema. Adoptaba el papel de matriarca y elevaba el índice para anunciar el comienzo de la declamación. Todos guardábamos silencio, y nos acostumbramos a esa peculiar manera de bendecir la mesa.
Al preguntarle por el autor de esos versos, contestaba que había pasado tanto tiempo desde que los leyó que lo había olvidado. Para quienes la conocíamos, acabaron por ser suyos. Gracias a la inmensidad de Internet, y a la sorprendente precisión con la que una señora de noventa años era capaz de recordar cada una de las palabras de un texto huérfano, pude dar recientemente con las únicas dos que su cabeza no fue capaz de retener: Raquel Sáenz.
En una librería chilena de segunda mano encontré una primera edición de La almohada de los sueños, obra publicada en Montevideo en 1925. Se trataba del primer poemario de esta poeta uruguaya, nacida en los últimos años del XIX. Me asombró que las palabras de una escritora desconocida hubiesen tenido la capacidad de calar tanto como para atravesar el mar y la fragilidad de la memoria de una anciana. ¿Quién fue Raquel Sáenz?
Al parecer, no era extraño que una mujer nacida en Uruguay a principios de siglo conociese la obra de esta poeta. Sáenz fue, de hecho, un descubrimiento nacional, una autora revelación. Se hablaba de ella en los diarios, se dijo que era «el Bécquer femenino». Mantuvo correspondencia con Gabriela Mistral, y la premio Nobel la animaba a seguir escribiendo. Algunos llegaron a insinuar que era la reencarnación de la poeta modernista Delmira Agustini, que había sido asesinada once años atrás.
Bajo el seudónimo Aspasia, Sáenz había publicado algunos poemas en la revista Vida femenina desde que era adolescente, pero el éxito y el reconocimiento llegaron cuando La almohada de los sueños vio la luz. Consiguió el favor del público y la crítica, hasta que dos problemas terminaron por eclipsar su obra: era joven y era una mujer. Con veintiséis años fueron capaces de insertarla en el tópico de la mujer-niña, sin prestarle el respeto que se tenía a los autores jóvenes, genios prematuros. La mayoría de los comentarios que le dedicaban en los espacios literarios siguieron esa línea: estaban cargados de referencias a la juvenil belleza de Sáenz. Como cualidades personales de un personaje de novela, se obcecaron en destacar la inocencia y la virtud de una mujer divorciada y camino de la treintena.

Luis Ruiz Contreras se encargó de llevar a cabo la edición española de La almohada de los sueños el mismo año de su publicación. Escribió para esta edición lo que él llamó un «Prologuito inevitable». El contenido de este prólogo mantiene ese tono menor que confirma lo que parece sugerir el titulito: se refiere a Sáenz como una mujer «esencialmente femenina», que «se apodera del alma de las mujeres porque dice lo que ellas no supieron decir, y del alma de los hombres porque les manifiesta —sin reprochárselo— su incomprensión y su impiedad». La alusión a la incomprensión de los hombres resulta irónica cuando, tras un punto y seguido, pasa a alabar a la autora por una supuesta pureza de espíritu, y no por el contenido de la obra: «En su martirio no hay amargura, en sus ansias no hay pecado ni hay en sus ilusiones doblez». ¿Dónde queda la rigurosidad de análisis esperable de un crítico cuando el autor de la obra es una mujer. Uno de los más claros indicios del menosprecio hacia las mujeres es el desinterés que se ha tenido hacia su forma de ver el mundo. Los poetas han hablado del amor, pero la experiencia femenina se ha recibido con desdén, asociada a una suerte de perpetua minoría de edad y sensibilidad desenfrenada. Me vienen a la cabeza los versos de Sor Juana, «Hombres necios que acusáis / a la mujer sin razón / sin ver que sois la ocasión / de lo mismo que juzgáis». ¿Acaso no es el uso de la razón el rasgo distintivo de los humanos? ¿No debería tratarse el lenguaje poético como prueba del dominio de esta razón?
Raquel Sáenz quedó atrapada en el papel niña prodigio, pero se hizo hincapié en el aniñamiento y se ignoró el prodigio. Su éxito relativamente temprano supuso una lacra para su carrera. Como ha sucedido en el mundo del cine, el «fenómeno Sáenz» llegó a su fin con el final de su juventud. Se la excluyó deliberadamente de las antologías, y sus textos no pasaron a la historia.
En su libro Cómo acabar con la escritura de las mujeres, Joanna Russ habla del sesgo de género en las antologías literarias. De los autores incluidos, tan solo un pequeño porcentaje (ella habla de un 7%) son mujeres. Por este motivo se ha considerado que una mujer con vocación artística es una rara avis. Lo que resulta sorprendente, señala Russ, es que siempre ha habido un número suficiente de autoras para cubrir ese invariable porcentaje. La caprichosa naturaleza marcaría —suponiendo que este criterio estuviera verdaderamente fundamentado en la calidad de los textos— un patrón exacto al repartir el genio entre los dos sexos en cada generación. Este mismo mensaje es el que han transmitido los libros de texto a los jóvenes: para ser un artista basta con serlo, pero para ser una artista se requiere una excelencia que solo unas pocas pueden alcanzar. Este argumento ha inflado el ego de unos, que lo siguen defendiendo, mientras iba reduciendo la confianza que las otras tienen en su potencial. Como un sucedáneo del pudor físico con que se educa a las mujeres, cierto recelo femenino termina por acabar contaminando hasta sus propias ideas.
En 1952 Raquel Sáenz hizo una última publicación: su propia antología poética. En la nota introductoria a Estos versos míos, se despoja de toda falsa humildad y expone los motivos que la llevan a recoger personalmente una selección de su obra en este libro: Doy esta antología, ya que algunos colegas compatriotas —a pesar de manifestarse mis amigos y admiradores— han excluido mis versos de sus florilegios publicados. Es un olvido sin razón de ser. Y no es un ¿por qué? sin respuesta esa exclusión. Conozco la causa de ese olvido. Y si los que así han procedido con un egoísmo que les desfavorece escrutan en el fondo de sus conciencias, hallarían una respuesta y se turbarían al haber desechado de sus antologías bien nutridas de poetas —consagrados algunos y otros desconocidos— un nombre imposible de olvidar por ser tan repetido en loas por la crítica […]
Animo a releer el poema que encabeza este artículo. Puede que su contenido resultase simple o menor para aquellos que no tenían el menor interés en profundizar en él, pero estas palabras encierran con sutileza la impotencia de una mujer que era consciente del retorcido mundo en el que tenía que abrirse camino. El lenguaje escrito es, en teoría, el método más fiable para asegurar que las palabras perduren. Hoy me sorprende la fuerza de la oralidad, capaz de rescatar lo que otros han enterrado. Nadie puede frenar lo que está en el aire.
Candela Rodiles