Una tarde de 1936 en el icónico y concurrido café Deux Magots, una mujer le regaló a un hombre un guante manchado de sangre. Ella: una famosa fotógrafa surrealista yque jugueteaba a pasarse entre los dedos la navaja que llevaba siempre en su bolso, él un famoso pintor malagueño de fama mundial que quedó embelesado por ese juego algo macabro e intrigado por la mujer que lo llevaba a cabo. Ella tenía 29 y el 55 y los había presentado a principio de ese mismo año un amigo común, el poeta Paul Éluard, en una exposición para la prensa a la que acudieron los círculos vanguardistas parisinos. Ella, Dora Maar, y él, Pablo Picasso, iniciaron una relación que duraría unos siete años pero a Maar le costaría toda una vida deshacerse de él.
Cuando falleció a los 89 años sola en un hospital de París, el periodista Alan Riding escribió: “no era más que un pie de página en la vida de un gran artista que había muerto veinticuatro años antes”. Lamentablemente, así ha sido injustamente recordada: como la amante y musa que tuvo Picasso durante los años 30, a pesar de que Dora Maar ya existía como artista antes de que el pintor irrumpiese en su vida. Nació en París en 1907 bajo el nombre de Henriette Markovitch, hija de un arquitecto croata y de una violinista francesa recibió una educación intelectual y artística en la pintura y la fotografía, disciplina en la que destacó dentro de los círculos artísticos parisinos de los años 20 y 30. Autora de la inquietante fotografía Père Ubu (1936) se convirtió en todo un símbolo de la fotografía surrealista al retratar en esta obra a un supuesto feto de armadillo, obra que se llegó a exponer en el MoMa de Nueva York en 1936 junto a obras de artistas como El Bosco o Leonardo Da Vinci. ”En su obra siempre hay algo muy sobrecogedor y algo muy misterioso” dijo Cartier-Bresson un fotógrafo francés que se refería a Dora Maar como “una fotógrafa extraordinaria”.
Fue Maar la que documentó con su cámara Rolleiflex la evolución del Guernica (1937) de boceto a obra maestra y Picasso la retrató en numerosas ocasiones en sus cuadros como en La Mujer que Llora (1937) lo que contribuyó a perpetrar la imagen de la fotógrafa como una mujer triste, inestable y profundamente doliente. Según las palabras de la propia Maar que insistía en que ella nunca había modelado para Picasso para ninguno de sus cuadros (aunque reconocía que él se había servido de elementos de su apariencia para inspirar sus pinturas) a ella no le gustaba que la sociedad la tuviese por una musa pasiva cuyo único objetivo era que su pareja la pintase. Es cierto que a consecuencia de abandonar la fotografía en favor de la pintura poco después de empezar con Picasso (práctica que solo retomaría mucho tiempo después en la década de los 80) no produjo tantas obras de calidad como en sus años anteriores, también la afectaron negativamente las desafortunadas circunstancias que vivió a principio de los años 40 a raíz de la guerra, del exilio de su padre y de la muerte de su madre. Además el torbellino emocional y la toxicidad afectiva que vivió junto a Picasso y que tanto le nutrían creativamente a él, a ella en cambio le pasaron factura personal, artística y públicamente agravando su ansiedad. A la joven parisina se la dejó de definir como una mujer “fuerte, inteligente y talentosa” para pasar a decir que era “compleja y problemática.”
En 1943 Picasso conoció a una nueva amante más joven y los episodios paranoicos de Maar empeoraron y en 1945 fue ingresaron en una clínica privada pagada por él a las afueras de París en la que le llegaron a aplicar tratamientos de electroshock. Fue Paul Éluard, que seguía siendo el mejor amigo de la fotógrafa, quien le pidió a Picasso que la sacase de allí acusándole de haberla hecho sufrir demasiado. Ese mismo año Picasso le compró una casa en Ménerbes el sur de Francia, una especie de regalo envenenado si tenemos en cuenta que ya llevaba más de un año y medio viéndose con la mujer por la que la había sustituido. “Cuando Picasso me abandonó todos se pensaban que me suicidaría. No lo hice para no darle esa satisfacción” comentó ella misma al respecto de esta traumática ruptura. Dora Maar se volvió una mujer profundamente religiosa y pasó el resto de su vida “desaparecida”, alejada de todo y de todos pasaba los inviernos recluida en su apartamento de París y los veranos en Ménerbes donde solo utilizada la cocina y dos habitaciones manteniendo el resto de la casa completamente cerrada. Maar no recuperó la ajetreada vida social de la que disfrutaba en su juventud porque mezclarse con la gente solo le recordaba que era la ex de Picasso, “necesito construir un halo de misterio entorno a mí porque todavía soy demasiado conocida como mujer de Pablo” decía. En sus últimos 54 años de su vida no fue conocida por otra cosa y puede que la soledad la protegiese de eso. La soledad es un sentimiento de tristeza o melancolía que se tiene por la falta o ausencia de algo pero quizá a Dora Maar no le faltaba nada y, por el contrario, decidió aislarse para deshacerse de lo que la sobraba: su identidad como amante de Pablo Picasso.
Su hermetismo nos impide saber si volvió a ser feliz, lo vecinos que la conocieron en ese pequeño pueblo de la Provenza francesa dicen que la veían contenta paseando, pintando y rezando en una ermita cercana a su casa pero también hay otros muchos testimonios que aseguran que se volvió muy desagradable y poco amistosa. Sea como fuere, sentirse ligada de por vida al hombre de cuya sombra nunca se pudo deshacer, y posiblemente tampoco de las consecuencias psicológicas que le dejó su relación con él, no tuvo que ser fácil. Cuando con 29 años Dora Maar le entregó su guante ensangrentado a ese señor 26 años mayor que ella en el café Deux Magots lo que no sabía es que en una sociedad profundamente misógina le estaba regalando también la posibilidad de ser otra cosa que no fuese su amante.
Cristina Blanco