Delta de Venus o Anaïs Nin detrás del acto

“Como se nos condenaba a centrarnos exclusivamente en la sensualidad, tuvimos violentas explosiones de poesía.” Anaïs Nin: Diarios, octubre de 1941

Hay algo en el lenguaje de la sensualidad de Anaïs Nin que recuerda al vientre de una madre. Pero también a mil bocas abiertas clamando —¿piden comida o escucha?—. La leo y una textura caliente y blanda, como de criatura recién parida, me toca. No sé de dónde ha salido ese cuerpo, ni ese pelaje alado que lo mismo se te aparece en forma de cachorro que de mito. Por las noches, se me aparece. Las terminaciones nerviosas de una quimera con múltiples cabezas y vuelo de dragón buscan las mías. Igual que este concepto, lo que ella escribe también tiene un doble sentido: fantástico en el plano de la materia; real, ineludiblemente humano, en la imaginación. Leer a Anaïs Nin me hace elevarme del suelo, por encima la norma, entre las sedas y los tejados de París hasta llegar al clímax, montada a lomos de un ser legendario que sólo veo yo.

En uno de los relatos de Delta de Venus, la autora afirma: “¿Crees que hay lugares donde uno puede sentirse como si estuviera haciendo el amor?” No es una pregunta. Lo graba en piedra y a fuego. Envuelve con su elemento todos los minerales del cosmos y, luego, quema la piel que resta, llenando de espíritu aquello que antes permanecía físico y hueco. Encerrado y físico. Sus estancias abovedadas carecían de voz. El sexo era sexo. Morían los ecos. Existiendo, las historias de este libro contienen —liberan— un grito. Tras él va la vida, pero la de verdad. La que empieza cuando acaba la falsa moral, donde siempre se hace el amor aunque no se haga.

A principios de los años 40, un coleccionista de libros le ofreció a Henry Miller cien dólares mensuales a cambio de cuentos eróticos. Además de la cama, Anaïs Nin y el autor de Trópico de Cáncer también compartían intimidad literaria. El encargo venía de un misterioso patrón al que nunca llegaron a conocer. La situación evolucionó de tal manera que, pronto, fue ella quien se encontró relatando escenas sexuales delante de una máquina de escribir rota: necesitaba una nueva y pagar las facturas. Con el tiempo, algunos de sus amigos también se sumarían al juego de inventar episodios sugerentes —o de exagerar los propios— de modo más o menos explícito para contentar al lujurioso hombre sin rostro. En una de sus conversaciones telefónicas, el coleccionista, quien supuestamente actuaba como intermediario, le dijo a la escritora: “Es bonito, pero déjese de poesía y de descripciones no relacionadas con el sexo. Concéntrese en el sexo”.

Así lo registró en su diario de febrero de 1941. Y añadió un pensamiento: “Sentí que la caja de Pandora contenía los misterios de la sensualidad femenina, tan distinta de la masculina que el lenguaje de los hombres no resultaba adecuado para describirla.” En estas entradas de su cuaderno, también se refiere a la poesía como “el mejor afrodisíaco”. Podría haberle hecho caso a su pagador y limitarse —acotarse a sí misma, aislarse del espacio poético trazando con una línea gruesa a su alrededor para que la sexualidad tampoco rebasase la copa— a crear pornografía. Puede que, en parte, lo hiciera. Sin embargo, Delta de Venus es una corriente de fluidos iridiscentes brotando de la conciencia. Así me figuro yo el proceso; detenido dentro de su mente de mujer poeta. Una foto líquida, cegadora. Con tal halo de luz regándolo todo, que la narración se le inundó.

Para Anaïs Nin, “el sexo debe mezclarse con lágrimas, risas, palabras, promesas, escenas, celos, envidia, todas las variedades el miedo, viajes al extranjero, caras nuevas, novelas, relatos, sueños, fantasías, música, danza, opio y vino.” Algunos de sus personajes saltan de una fábula a otra, como complejos caleidoscopios de pasiones mutantes donde, al girar la rueda, la imagen nunca es la misma. Otros se manifiestan sólo una vez, cual visión mística. Los escenarios también se mueven. Los orgasmos cambian de sitio y de color. Hay imágenes, fragancias, sabores, tejidos, melodías y revelaciones constantes de que, al otro lado de esa aleación de metales preciosos, tal vez protegido entre las palabras y el opio, prevalece el deseo.

Deseo que ampara. 

Deseo gestante.

¿Puede el sexo alumbrarse a sí mismo? No importa. Porque la respuesta ya oscila llameante al margen de nuestros prejuicios, en una habitación iluminada con velas, “manteniéndonos suspendidos al borde del acto, disfrutando lo que hay detrás de ese acto.”

Por Mila García Nogales

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-Mila García Nogales es escritora y periodista. Ha publicado el libro Olvida la poesía (La Consentida, 2023) y guía un taller de escritura en Patreon, donde también comparte sus textos. Colabora con medios como elDiario.es, Pikara Magazine o Zenda Libros.